de íncubos y súcubos y de largos velones,
nosotros que arrastrábamos sordas inquisiciones
y Autos de Fe y martirios y brujas crepitantes;
nosotros, los ungidos por las flagelaciones,
gringos de toda laya, sumidos cancerberos,
entramos a la tierra navío tras navío
a cubrir el gran sexo de esta loca terrestre
y la desmesurada violencia de su jubilo.
Américo Vespucio la anotaba en mapas,
pero ya en las callejas la fábula era loca:
-En america el sol convierte el barro en oro.
-Hay ciudades enteras de pulido diamante.
-Dicen que al sur hay ríos todos de entera plata.
Y la leyenda andaba, sórdida, en los palacios.
Y así vino la fiebre. Gente del mar venía.
Ingleses, holandeses, vikingos de sol alto;
se que no hubo sangre que no viniera:
cometiera su culpa y tomara su parte.
Griegos de silencio, chinos de leve paso,
rusos de grandes sombras, portugueses callados.
Cada cual a lo suyo, lentos depredadores,
dioses de arcabuz, feroces cabildantes.
Aquí, sobre este viento de sur hasta oeste,
todos tiraron piedras y escondieron la mano.
Y un día, un largo día, los navíos se hundieron.
El sol incendió el viento. Y les quemaron las naves.
Armando Tejada Gómez
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